domingo, 22 de septiembre de 2013

EL AMOR EN SU PIEL


Me gusta ir en ocasiones al parque de Santander, dentro hay un circuito por donde la gente camina, corre, patina… Tiene grandes rectas y entonces yo me coloco en un lado, camino lentamente con los ojos cerrados y voy escuchando lo que dicen las personas que pasan a mi lado. La percepción de las palabras es diferente si lo haces con los ojos abiertos. Y ahora es cuando pensáis que estoy como un cencerro, lo se. Probarlo y me decís, pero hay que andar, no vale quedarse parado a escuchar.

Después de este “ejercicio”, elijo un banco. Con rosales detrás o rodeado de vegetación o cerca de los columpios o al lado del agua. Seguís pensando que no estoy bien… jaja. Y es que no todos los días quiero lo mismo, a veces preciso silencio para leer y otras son mis sentidos los que mandan.

Y ahora es cuando os cuento lo que me pasó no hace mucho en este estupendo parque, en un día en el que me decidí por los rosales y el sonido del agua.

Este verano había leído una entrevista a Xoan Tallón y me había gustado. Me apunté el nombre del libro del que hablaba y uno de los días en los que me acerqué al centro tuve la suerte de poder comprar en la Fnac el último ejemplar que les quedaba en ese momento. Inmersa estaba yo leyendo como Tallón llegó a Madrid, cuando por el rabillo del ojo vi que alguien se sentaba a mi lado. Pensé que sería algún tío coñazo que en breve me diría el buen tiempo que teníamos. Si, si, he dicho tío con total conocimiento de causa.

Pero no, era una mujer. Aproveché el AIRE para colocar mi pelo y así, de manera discreta, echar un vistazo a mi compañera de banco. Estaba sentada de manera relajada, mirando al frente, sus dedos entrelazados sobre sus piernas cruzadas. Un bolsito pequeño, de colores, cruzaba su pecho. Vestido estampado y sandalias de tacón marrones. Con un vistazo soy capaz de fijarme en muchos detalles, es verdad.

Continuaba yo atenta a las reflexiones de Tallón sobre su nuevo trabajo, cuando un lejano canturreo llegó a mis oídos. Pensé que al final tendría que cambiarme de banco, lo cual me fastidiaba bastante por que había sido ese el elegido y no otro. Y de pronto giró su cabeza hacia mi diciéndome: “Joven, ¿te gusta la música?”. La jodimos, me dije. Tallón, tendrás que esperar… Cerré el libro, intuía que no iba a ser una sola pregunta con una única respuesta. Y acerté. Anocheció y las dos continuábamos nuestra charla.

Aquella mujer de pelo cano y mirada dulce, a la que le gustaba canturrear a todas horas, me contó una de las historias de AMOR más maravillosas que he oído. Estudió en el conservatorio durante diez años; amaba la música sobre todas las cosas. Pero se dio cuenta tarde, porque tampoco se lo dijo nadie; se quejaba, de que la vida era algo más que tocar el violín y leer partituras. Su hermana era religiosa en Malí y la invitó a pasar un verano en la ciudad en la que ella estaba trabajando. “Vente unos meses, Laura. Aquí podrás aclararte lejos de mamá, y podrás tomar una decisión sobre tu futuro”. Siempre creyó que su hermana era tan buena y razonable porque estaba casada con Dios. Y Laura me contó como hizo la maleta aquel verano y temblándole las piernas cogió su violín y montó en el avión que la llevaría a África.

Se le iluminaban los ojos, y jugueteaba con esos dedos cruzados sobre sus piernas cuando evocaba aquel momento.

Joven, me decía; fueron los días más especiales de mi vida, gracias a mi hermana, nunca podré agradecérselo lo suficiente… Al atardecer, ese atardecer de África diferente al del mundo, Laura sacaba con mimo su violín y en la puerta de la misión comenzaba a tocar. Las hermanas, los niños que con ellas vivían, los médicos, voluntarios y vecinos del pueblo tenían una cita con la música todos los días al atardecer.  Pero Laura me contó que había un hombre, que siempre llevaba una gorra puesta, que se quedaba atrás y muchas veces al escucharla tocar, sus ojos se llenaban de lágrimas. Una tarde, al terminar su particular concierto, Laura se acercó a él para preguntarle. Ibrahimah, que así se llamaba él, ruborizado; porque me dice Laura como enfadada que los negros también se ruborizan; le explicó que se emocionaba tanto porque él había soñado durante años con ella y con su música. Cuando se lo decía a sus amigos se reían y le llamaban loco. “Como va a venir aquí una mujer blanca con una caja de la que sale música?” Y ahora, al verla y al escucharla, lloraba de alegría… A partir de ese día, al terminar el pequeño concierto para la misión, Laura eIbrahimah se alejan un par de kilómetros del bullicio y se sentaban cerca de un lago. Allí, ella, de nuevo sacaba su caja de música y tocaba para él. Siempre la misma pieza de la misma canción. La que él siempre le pedía acariciándole las manos y sintiendo la música en su PIEL.

Laura tomó su decisión y regresó al conservatorio porque así se lo pidió aquel hombre dulce y sensible que siempre llevaba puesta su gorra. Que todas las tardes le acariciaba las manos y la miraba a los ojos como nadie lo había hecho nunca.

Aquella mujer se convirtió en un gran concertista. Y al mirar cómo le caía una lágrima por su mejilla, entendí porque siempre tenía las manos entrelazadas… Las cogí entre las mías y entendí que nadie después de él se las había vuelto a acariciar.

3 comentarios:

  1. Muy bonito Ana,sigue,sigue escribiendo mucho. para seguir templando nuestros corazones. I.B.

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  2. Oiga, pero acabó usted o no acabó de leer mi libro?

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