sábado, 3 de noviembre de 2018

OTRA PALABRA BONITA, FAMILIA

Hace unos días, una reunión familiar me trajo un montón de recuerdos. Miraba en silencio a mi alrededor escuchando las voces y risas de mi familia y pensando en lo que habían cambiando  nuestras vidas en todos estos años. Repasaba la edad de cada uno y me parecía mentira. Uno de mis primos me traía a la memoria a mi tío, su padre. Los mismos gestos, la misma manera de hablar y esa mirada irónica. Aquel hueco en la mesa, que ocupé yo, era el espacio de mi padre hacia apenas unos meses. Nuestros hijos habían dejado de ser aquellos niños que comían pizza y jugaban en la habitación a la PsP para convertirse en adolescentes y algunos de ellos ya tenían a su novia al lado. En una esquina, en sus sitios de siempre, los octogenarios. Sus miradas cansadas y sus gestos torpes me hacían recordar la vitalidad de otros tiempos.

Y allí estaba yo, sentada en la mesa de la cocina, con la espalda apoyada en la pared y las piernas cruzadas, encendiendo de nuevo un cigarro. Sonriendo. Con una melancolía que me hacía sentirme atrapada por momentos en aquellos tiempos en los que no faltaba nadie.

Mi infancia, mi niñez, mi adolescencia, mi vida... Siempre han estado unidas a mi familia, a tantos momentos felices, a comidas con debates interminables, a risas, a sentimientos que siempre me han producido esa sensación de orgullo y cariño hacia todos ellos.

Se acerca el final de este año y comienzo a pensar, a repasar todas las cosas que han ocurrido. Inevitablemente ninguna alcanza a ocupar el protagonismo de la pérdida de mi padre. 2018 será el año en el que una parte de mí se fue para siempre.

En unas semanas volveremos a tener otra celebración familiar y como siempre habrá un momento en el que me quede en silencio mirando a mi alrededor sentada en aquella silla de la cocina y piense que al final son ellos los que siempre me devuelven esa sonrisa cargada de amor.

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