No era consciente desde cuando llevaba viviendo en la calle. No sabía si todos los días dormía en la misma esquina o cada noche se refugiaba en un lugar diferente. No podía asegurar haber comido hoy y no recordaba ya que se sentía después de una ducha.
Unos días se llamaba Manuela, otros Aurora, por las tardes Brillante y alguna noche entre lágrimas, Esperanza… Pocas veces sus palabras tenían sentido y el sonido de sus carcajadas siempre hacía daño en el corazón.
“Esperanza”, la llamé una noche que volvía tarde después de cenar con unos amigos. “ Que pasa magnolia? O eres una rosa?” me contestó. “Quieres un café calentito?”, le ofrecí entre risas. “Anda coño, pues claro…”. Le dije que esperara un momento y subí a casa. Siempre tenía café preparado, nunca se sabe si volverás a casa sola o acompañada… Calenté dos vasos y bajé en seguida.
“Toma, está caliente y con bien de azúcar como a ti te gusta”, le dije. Me miró a los ojos con una mezcla de locura, dolor, amor y TERNURA y se tomó el café con la mirada perdida en el vacío.
Al fin y al cabo, quien de nosotros no tenemos esa mirada tantas veces, el dolor que nos produce la locura del amor.
Aquella mujer se acercó a mí, con la miradabaja, rascándose la cabeza y frotando su mano derecha sobre su nariz. Masculló algunas palabras que no fui capaz de entender. Me miró a los ojos, acarició mi mejilla y le rodó una LÁGRIMA. Aquella pequeña gota de agua dejó una marca en esa cara sucia del tiempo, de los años y de las penas. Cuando ya se alejaba cantando quien sabe que, fui corriendo hacia ella. La agarré del brazo, con mi cabeza ladeada la cogí de la mano, y le dije, “dame un abrazo”. Y fue el TEMBLOR que me produjo ese abrazo, la seguridad de que ni Manuela, ni Aurora, ni Brillante. Su nombre era Esperanza.
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